Intolerancia a la alergia

Estamos a final de curso. Época de exámenes. Empieza el verano. Abren las piscinas. Suben las temperaturas. Al trastero los uniformes y a llenar el armario de pantalones cortos, alpargatas y trajes de baño. La crema solar la podrás encontrar desde en el cuarto de baño hasta en el maletero del coche pasando por sitios tan inverosímiles como debajo de una almohada o en la caja de los clicks. 
Nos han vuelto locos con el tema del sol. Cuando éramos pequeños llegábamos a la playa, vaciaban el coche de trastos veraniegos y empezaba el horario de verano. Se resumía en dos partes. Playa y no playa. Todo el día andando sobre arena. Nos convertían en beduinos durante un par de meses. Exprimíamos la imaginación hasta niveles insospechados. Había que estar en la playa de sol a sol. Lo pasábamos pipa, eso sí. 
Los primeros días de playa eran algo duros. Humillantes. Ríete de las modelos de pasarela de hoy, flacas y pálidas. Nosotros éramos el vivo ejemplo de haber pasado nueve meses debajo de un flexo con bombilla de 40 o 60 vatios. Con un poco de suerte, si te tocaba pupitre cerca de la ventana de clase, intuías el sol. Al pisar por primera vez en la playa, nuestras madres nos embadurnaban con los restos de la crema del verano pasado. Al acabar ese bote, o al darse cuenta que la fecha de caducidad era de hace tres veranos, decidían comprar un frasco nuevo de Nivea. Sí, Nivea, la de los balones. Pasábamos de tener la piel blanca como un irlandés a tenerla blanca como la leche de la Priégola. Nos ponían, no una ni dos, sino tres o cuatro capas de ungüento blanco para protegernos de los rayos del sol. Ni UVA ni leches. Nos protegían del sol, a secas.
Pasaban los días, las semanas, y empezábamos a ver como nuestras pieles oscurecían. No por el paso de los días, sino porque veían que se acababa la crema y, total, para lo que queda de verano con una pizca nos valdría para todo el día. 
Así llegábamos a casa, tostados de cintura para arriba y de muslos para abajo. El culo, igual que salió de casa en junio, fresco y blanco. Impoluto. 
Pues bien, esto venía a que en aquella época se nos cuidaba de aquella manera. Se nos mal protegía del sol. Y sobrevivimos a todo aquello sin problemas (siempre hay excepciones, pero la grandísima mayoría todavía damos algo de guerra).
Hoy, usando un término de mi hijo, ultramegasuperprotegemos a nuestros hijos. Que si crema solar para la cara factor 80, aceite antidermatitis, crema solar para el lado derecho del cuerpo factor 60+, base de crema mezclada con aceite de aloe vera para los dedos gordos de los pies… Es tremendo. Entras en una farmacia a por aspirinas y no solo no sales con aspirinas sino que sales con dos bolsas llenas de potingues para todo el verano de este año y de la década siguiente. 
Los niños más blancos de piel se bañan con camiseta. Los hay que llevan doble capa y hasta un kit de buzo de neopreno. Las sombrillas de brezo de toda la vida ya no valen, ahora tienen que ser certificadas por AENOR y la UE y la International Society of Gilipolleces Veraniegas. Han de ser de una tela gruesa y embadurnadas con una capa de barnices antisolquetecagas. 
Si llegas a la playa y dejas que tu hijo se bañe tal cual ha llegado, tienes muchas papeletas de que te quiten la custodia durante el resto de verano. Te denuncia el vecino de toalla y te las ves con el Juez de turno. 
Consecuencias de todo esto: las alergias. Hoy entras en el comedor de un colegio cualquiera y tienes más tipos de comida que el Zoo. Que si para intolerantes a los frutos secos, alérgicos al huevo, celíacos, alérgicos a la lactosa, al pescado, a la soja, al melocotón en almíbar, a… ¿Habrá intolerancia a la Coca-Cola? No, no creo. O igual sí. Hay de todo para todos. 
Hoy te dejan a un niño para pasar la tarde y te lo dan con un manual de instrucciones para no meter la pata y cometer homicidio imprudente por haberle dado un bocata de chorizo para merendar. Hasta el chorizo, si lees lo que pone en el paquete, lleva trazas de huevo. 
De todas formas y, para ir terminando, yo tengo mi propia teoría. La culpa de todas estas alergias, intolerancias, etc. no es ni por los rayos UVA, ni la superprotección, ni de la contaminación (como he leído por ahí)… La culpa de todo está en casa. Lo vemos a diario. Lo vemos por la mañana, a mediodía y por la noche. Cada vez que entramos en la cocina. Los culpables son LOS IMANES DE LA NEVERA. 
Sí. Antes no llenábamos las neveras de imanes. Hoy, casa que se precie tiene la puerta de la nevera repleta de imanes. De Teruel, de Sidney, del fontanero con su teléfono, de las páginas amarillas, de la mascota del evento de turno… Hay imanes para todos los gustos. 
Al poner tantos, seguro que afectan de alguna forma en los alimentos ahí metidos. Estoy plenamente convencido que con sus poderes magnéticos afectan de alguna forma a la calidad del chorizo, de la leche y los huevos. Por no hablar del suero de los yogures. Antes no tenían tanto, hoy es mitad yogur, mitad suero. Los imanes destrozan los yogures. 
Si quieres a tus hijos, tira los imanes. Quémalos. No los tires. Destrúyelos. Están cargándose nuestro futuro. La salud de nuestros hijos. Nuestra salud. 
¡Fuera imanes! ¡Fuera alergias! ¡Quiero comida desimantada! 

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