Vaya racha

Llevo una racha malísima con lo que respecta a los temas del hogar. Hace un par de semanas, estando de Rodríguez,  tuve cena de amigos en casa y antes de acostarme puse el lavaplatos. Seis platos. Seis tenedores. Seis cuchillos. Cinco cucharas (Jorge no tomó salmorejo. Dice que pica mucho y le sienta fatal). Una docena de vasos. Un jarra. Y cuatro cacharros más. Hasta aquí todo normal. 

A la mañana siguiente me levanté con un mosqueo de cojones. La casa entera olía a lavandería. Juraría que me acosté con un par de copas de más solamente, pero por un momento pensé que llevaba un pedo gordo encima y no estaba en mi casa. Mi casa no huele así. Todavía  con los ojos medio cerrados, los músculos buscando su sitio y los huesos terminando de engrasar sus juntas, me propuse tomar un café antes de mandar por el desagüe de la ducha los restos de sueño que aún me quedaban. 
Abrí la puerta de la cocina y, de repente, me acordé de cuando estuve en las cataratas del Niagara en la primavera del 96. 
El agua empezó a correr por todas partes. La cocina, o lo que parecía serlo, comenzó a vaciarse mientras el resto de la casa pasaba a hacer justo lo contrario. 
Tengo un problema serio. El lavaplatos se ha jodido. ¡Qué narices! Tengo dos problemas. Tengo que arreglar el trasto ese y fregar toda la casa antes de que se cargue el parquet. 
Fregar se me da regular, más bien de culo, sinceramente. Pero de lo que sí estoy seguro es que no sé abrir el lavaplatos salvo por donde dice «open». 
Llamo al técnico. Llega a casa, como bien me dijo por teléfono, a lo largo de la mañana, es decir, a las seis de la tarde. No hay como conocer los husos horarios, y el del gremio de ñapas es así, siempre 6 o 7 horas después de lo acordado. Desatornilla, desmonta, suspira, resopla, cambia un par de piezas rotas por otras nuevas, sopla por un tubito de goma, monta, atornilla y 250 euros por los servicios prestados. 
El martes siguiente, un par de días después de la inundación, empezó a salir una mancha negra en el salón de casa. Pensé que serían restos de vino de algún capullo de los que vinieron a cenar el sábado. Me arrodillé, acerqué mi nariz, olí y de Rioja nada de nada. Olía a limpio, demasiado limpio. ¡El lavaplatos! Era humedad que había salido por no haber fregado bien. Quedó un charco de agua enjabonada, una mierda de charco que hizo de las suyas y se cargó el suelo. Busqué el teléfono del seguro de la casa. Pregunté y me dijeron que sí que lo cubrían, que vendría un tal Ramiro a arreglaro. 
Ramiró llegó, a su hora pero llegó. Le acompañaban su hijo Cito (todavía me pregunto si era nombre o mote), su sobrino El Lijas (éste era mote fijo) y un tal Boris, que traía la nariz tan colorada como la caja de herramientas que plantaron en la cocina. 
Ramiro mandó ver el desperfecto. Mandó medir. Mandó vaciar el salón. Mandó subir las máquinas de la furgoneta. Mandó… mandó tanto que hasta me mandó a paseo. 
Volví a última hora de la tarde, ya entrada la noche. Allí estaban los cuatro sentados en la parte de atrás de su Fiat blanca. Tres de ellos manchados de polvo de pies a cabeza, impregnado en sus brazos debido al sudor pegajoso que debieron soltar mientras trabajaban. Ramiro estaba igual que llegó, impoluto, pero con un pedo de colores. Me parece que según me fui se bajó al bar de Antonio a hacer una cata de vinos mientras su hijo, sobrino y Boris arreglaron mi suelo. Es igual, tema zanjado. 
Lavaplatos como nuevo. Parquet del salón, nuevo. 
El jueves, volviendo de la oficina, en pleno atasco de vuelta a casa empezó a salir humo del motor del coche. Para variar, me pilló en el carril rápido donde todos iban a unos 30 km/h. Me las vi y me las desée para llevar el coche al lado del arcén. Le eché un par y corté la M40. Ahí nadie me ayudaba ni me dejaba cambiar el coche de carril. Yo empujando solo, girando el volante, y vuelta a empujar. Como nadie se solidarizaba y al ver que no lo iban a hacer, como decía, corté la carretera. Abrí el maletero y empecé a colocar de todo en línea recta en perpendicular al sentido de la carretera. Los coches de delante avanzaban mientras yo colocaba paraguas, raqueta de tenis, palos de golf de juguete de mi hijo, la rueda de repuesto, el gato, el mapa de carreteras de Repsol del año 2001, el de Campsa de 1987, y también, un par de triángulos sin montar, que no hay Dios que los monte. La gente pitaba. A mi me daba igual, yo saqué fuerza de donde no me quedaba y acabé dejando el coche en el arcén. Pusé los intermitentes comencé a recoger todo. Los palos no, el hijoputa del Corsa se los cargó por impaciente. Pasó su viejo Opel por encima de ellos. 
Llamé a la grua. «En no más de 20 minutos llegará la grua». Correcto. En 15 llegó. Abrió el capó y flipó. Aparentemente me cargué el coche. Empezó a hablar de cosas que yo solo había escuchado en ese programa de Discovery Channel donde restauran coches viejos. Como siempre lo veo mientras me intento pasar algún nivel más del Candy Crush no me entero de nada. Lo subió a la grúa para llevarlo al taller. Una vez arriba, se le ocurrió vaciar su botella de Lanjarón en el depósito del agua del coche. «Arranca niño» y el niño arrancó y el coche funcionó. Bajó el coche de la grúa y tras firmarle el parte, se largó. 
Anoche me tocó hacer cena. Mi mujer llegaba tarde del trabajo. Normalmente la hace ella. Miré el menú del colegio de los niños y, bingo, tocaba «huevos y verdura». Chupado. Eso lo hago en un periquete. Saqué los huevos de la nevera. Partí la cáscara y eché el contenido en un bol. Así cinco veces. Los dos últimos como en Master Chef, con una mano. Cogí una bolsa de patatas fritas que estaba a medias y las eché en el bol. A los niños sé que les chifla esa tortilla. Puse un chorro de aceite en una sartén. Una vez caliente eché todo dentro de la sartén. Mientras se iba haciendo preparé una ensalada. Se me complicó el aguacate. Me puse perdido y el hueso salió volando. «Luego lo recojo que se me quema la tortilla», pensé. Saqué una cosa para dar la vuelta a las tortillas que nunca antes había usado pensando que era la tapa de algo. En ninguna de las tres anteriores veces que hice torti… lo que acabó siendo un revuelto lo usé. Le di la vuelta, funcionó y ya solo quedaban un par de minutos. O no. Igual era uno, la tortilla se me quemó. Más que quemada, estaba super hecha por dentro. Vamos, que la comimos pero estaba asquerosa. Para tirarla a la basura. 
¿Y a quién cojones llamo yo ahora? Si mis hijos no fueran unos tragaldabas y unos santos y me hubieran rechazado la mierda de tortilla que les hice… ¿Qué seguro cubre eso? ¿Qué Ramiro de turno viene y te arregla ese problema? Por que esto sí que es grave. El próximo día me paso el menú del cole por el Arco del Triunfo y cocino lo único que me sale de cine…
«Sí, tres medianas… una pepperoni con extra de queso, otra…»

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