Campamentos de verano

Llega el final de curso y el final de tus ideas. Llega el momento en pensar qué narices hacer con tus hijos mientras tus vacaciones están a años vista. Abres el cajón donde guardas el correo y buscas todos los trípticos, dípticos y resto de folletos de los maravillosos campamentos de verano. Buscas en internet. «Google, ayuda, esto va en serio, necesito ideas para ver qué hago con los niños en julio.» Vas a recoger las notas al colegio y lo de menos son los sobresalientes, notables… suspensos. Ahora lo que intentas es hacer corrillo para, con el resto de padres, empezar un brain storming de los buenos y recibir información y consejos. 

Una los lleva al campamento de día de su ciudad. Otros al pueblo inglés que ni es pueblo ni es inglés. Los Pérez se van todos al sur de Francia a un rollo comuna que ya les preguntaré a la vuelta porque no he entendido nada de lo que me han contado. Pablo, el pobre Pablo, que lo que quería era quedarse en casa, al final se va a un campamento de pseudo scouts. Y el friqui del padre de Moncho ha conseguido plaza en un Summer Camp de fútbol donde le prometen sacar lo mejor de su hijo para crear al próximo Cristiano Ronaldo. Lo lleva clarinete. Yo he visto a Moncho jugar al fútbol y lo más redondo que ha visto ese niño es su descomunal tripa que llena de donuts todas las tardes después del colegio. 
Hace un mes, o así, recogiendo a los niños a la salida de clase, me encontré con Gabriel. Tiene dos niñas. Una de siete años y la mayor de diez. Su mujer, que es profesora, se negaba a mandarlas a ningún campamento este verano. Como tiene un horario flexible en verano se ofreció para pasar las mañanas con ellas y Gabriel se ocuparía por las tardes. Me contaba Gabriel, que Marta, su mujer, pensaba que los campamentos eran como sucursales de Guantánamo repartidas por todo el mundo. Que si allí solo iban los niños delincuentes, que si lo único que les aportarían los quince días en la sierra era una colección de insectos por parásitos, que ya tenía suficiente con los piojos del colegio. Total, que Gabriel, que había sido Boy Scout de pequeño, cedió. 
La semana pasada acabaron las clases. Las niñas madrugaban algo menos que para ir al colegio. En lugar de levantarse a las 7:00 como todo el año, lo hacían a las 7:30. Gran generosidad por su parte. «Así mamá descansa y duerme un rato más.» Antes de las 8:00 ya habían discutido por algo. A las 9:00 primer grito de su madre. Os portáis bien o no hay piscina. Las niñas, erre que erre, pelea tras pelea, grito por aquí y gritos por allá. Vale, hoy no hay piscina. Pensando en castigar a las niñas, la más perjudicada es su madre. Sin piscina no hay forma de quitarse el calorazo de encima. Además, los 80 metros de su casa no dan para estar dos niñas endiabladas 24 horas seguidas sin salir a la calle. Se asoman a la ventana, ven a sus vecinas hacer gamberradas en el agua mientras ellas sufren en su quinto piso con vistas al sol… sol por la mañana, sol por la tarde, sol todo el día. 
Gabriel está reunido con su jefe arreglando un contrato que hay que cerrar para el viernes. No hace más que vibrarle el teléfono. Lo mira. Es Marta. Vuelve a vibrar. Marta otra vez. A la tercera responde. 
– Marta, dime, estoy reunido. 
– Las niñas se van. Me da igual si aprenden inglés, yoga, o flamenco, pero las niñas se van. Que se hagan scouts o alpinistas pero aquí no se quedan todo el verano. Las acabo de apuntar a un campamento en Murcia. El autobús sale en dos horas. O vienes o no te despides de ellas. 
– Imposible, no les hagas eso. Dame el número de teléfono del campamento que lo cancelo. 
Media hora después, vuelve a sonar el teléfono de Gabriel. 
– Gabriel, cariño, sabes que te quiero, pero he visto en la intranet del colegio que necesitan una cocinera para el Summer Camp de Burgos. No he podido decir que no. Esta noche llevo a las niñas a casa de tus padres. Todo está arreglado. Por cierto, vuelvo el 30 de agosto. Biiip… Biiip… Biiip… 

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