Veinticinco palabras en cuatro renglones

En un mes y unos días se cumplirán tres años de la muerte de mi madre. Todos hemos pasado por algo parecido. Cuando alguien tan cercano muere, me cabrea mucho lo de «ser querido», entras en un bucle
del que eres protagonista y al que siempre te acercaste pero no tanto como para entrar hasta el epicentro. Pasas de elegir el momento menos inoportuno para hacer la visita a no tener elección y encontrarte en un tétrico tanatorio saludando a todo aquél que tiene a bien acompañarte un rato. Saludas, hablas, agradeces. Incluso ríes, pues son muy dadas las conversaciones en las que esbozas cierta sonrisa o carcajada, ya sea por los nervios o por cambiar forzosamente el triste gesto de tu cara. Pasan las horas. Ahí sigues. Por un lado quieres desaparecer. Por otro, estás feliz de sentirte tan querido.

Familiares, amigos, compañeros de trabajo… todos con las palabras de siempre. No hay mucho donde innovar en el momento pésame. No. Diría más, con una simple mirada te lo dicen todo. Con un simple gesto se agradece. A veces las palabras sobran. A veces, tantas veces, no hace falta hablar. Un sentido abrazo puede tanto o más que una hilera de palabras medio memorizadas del funeral anterior.

Aquella noche pude ver, y me siento muy orgulloso de ello, a muchísimas personas. A tantos y tantos amigos, a toda la familia, que por un momento pensé que algo habría hecho bien en la vida. Mis hermanos, más de lo mismo. Aquél día no estaba muy atento, mi cabeza estaba en lo que estaba, pero algo dentro de ella lo guardó para recordarlo en algún momento más tranquilo. Ya lo he hecho. Muchas veces. Hoy también. Son recuerdos imposibles de olvidar.

La mañana del funeral, tal vez más tranquilo, no tanto, se repite la situación. Eternamente agradecido.

Ayer, como decía, casi tres años después, todo aquello que yo tenía en el peldaño más alto de mis recuerdos, en la estantería donde me gusta colocar esos gestos que no quiero olvidar, lo tengo que recolocar y hacer un hueco a un nuevo regalo que me ha dado la vida. Mi hija, la mediana de los hermanos, de siete años, aparece en casa con esta carta:

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Veinticinco palabras en cuatro renglones que quieren decir tantísimo más de lo que ella se imagina. No soy capaz de expresar lo que sentí la primera vez que lo leí, que no es muy diferente a lo que sentí las siguientes diez veces… o lo que me ha pasado por el cuerpo cuando lo he leído ahora al colocar la foto aquí. Siete añitos y darme cuenta que por esa diminuta e inocente cabeza hay preocupaciones tales como que la madre de su padre no está. Que la habla en presente pero se refiere a ella en pasado. Que le cuenta que ya tiene siete años. Que…

Me la comeré a besos las veces que haga falta.

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