Mi hija y el fútbol

Viernes noche. Cena con amigos. Después de hablar de los niños, los colegios, los amigos comunes, nuestros trabajos… aparece, por fin, el fútbol.

– Me sobran dos abonos para mañana. ¿Os venís?

Sábado. 2 de la tarde. Quedamos a comer en su casa. Me llevo a mi hija. Gran apuesta. Gran riesgo. Siete años. Durante el mundial que ganó España, con tres años, ya resoplaba cada vez que veía que me sentaba a ver un partido. Cualquier partido. Le daba la misma mínima importancia a un Escolapios-Jesuitas de alevines que a un España -Holanda jugándose la final.

Comimos. Nos pusimos los abrigos y salimos hacia la estación de tren. Me llevé mi bufanda rojiblanca, la que llevo cada vez que voy al campo. Le ofrecí ponérsela. «No pega nada con lo que llevo hoy», me dijo.

Camino del campo ya empezó a protestar preguntándose por qué había tanta gente, si total es un partido de fútbol. Insistí en comprarle una bufanda. Ella elegiría el modelo. Se negaba. Rotundamente. No quería romper su estilo con los colores rojo y blanco que le sentarían como a un cura dos pistolas. No, no y no…

– ¡Esa! Papá, cómprame esa.

Miré y no entendía nada. Entiendo que las mujeres, perdón, cambian de opinión con una facilidad y rapidez tal que nos desconcierta a los del género opuesto pero ella, mi hija, suponía que era demasiado pequeña para actuar así. No. Era normal. Vio una que le gustó. Vio su bufanda. Vio la de color rosa.

Pagué la bufanda. Le pedí una bolsa a la vendedora y cual guepardo atrapando a su presa sacó su mano del bolsillo y agarró la bufanda. Me la quitó de mis manos. La extendió. Leyó lo que ponía. Me sonrío y se la ató al cuello.

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Encontramos nuestros asientos. Nos hicimos las fotos de rigor por ser su primer partido de liga. Su primera vez acudiendo a ver al equipo de los amores de su padre. Nuestra primera escapada al fútbol juntos.

Tardó diez minutos en ponerse cómoda. Miraba. Observaba. Estudiaba. Atenta a todo lo que ocurría. Vio a Indi, la mascota del Atleti. Saltaron los jugadores al campo mientras ella miraba al fondo del Frente.
– Papá, mira, hay tambores.
-Sí, sí, y megáfonos y mucho exaltado, pero empieza el partido.
– Vale, pero es que… ¿el que toca el tambor a qué ha venido si no está mirando al campo?
– A lo mismo que tú, a mirar a todas partes menos al césped. Venga, vamos a ver el partido.
– Si es que… ¿Y ese de amarillo? ¿Con qué equipo va?
– Es el árbitro, hija.
– Y la pantalla esa… ¿será igual de grande que las del cine?

Gol del Atleti. 1-0
Todos gritando. Festejando el gol. Aplaudiendo a rabiar…
– Papá, ¿por qué se ponen tan contentos? Solo ha sido un gol. ¿Es que nunca habían metido uno? Pues vaya…

Cientos de preguntas y comentarios después acabó el partido. 3 para el Atleti y otro para el Málaga. Todos contentos a casa. Yo el que más. Disfruté de una tarde magnífica con mi hija en el fútbol. A pesar de sus preguntas. A pesar de su realismo. A pesar… de ver el fútbol como lo que realmente es: once contra once y uno dando vueltas en medio de todo ese follón.

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