La nevera de chocolate 

Recuerdo como si fuese ayer, como si el tiempo se hubiese detenido, que así fue, cuando llamaron al timbre de casa y me tocó a mí bajar a abrir la puerta. Era un mensajero que aparcó su furgoneta blanca en la puerta de casa. Preguntó por mi padre. Le dije que no estaba. Preguntó por mi madre. Acababa de salir. Pidió entonces que le firmase un papel y abrió el portón trasero de la furgoneta. Sacó un carrito de esos con los que llevan los paquetes grandes. Lo dejó en el suelo y subió a empujar hacia el borde una grandísima caja. Era bastante más grande que una televisión. Incluso más que una lavadora. Por el tamaño pensé que sería una nevera, pero la de casa funcionaba y bien. 

Subió la caja a casa y pensando que era un electrodoméstico le hice dejarlo en la cocina. La curiosidad me podía. Llamé a mi padre al trabajo pero no me quiso decir lo que era. Decía que no lo sabía. Eso me hizo volver a la cocina con mis hermanos y allí nos pusimos a darle vueltas a la cabeza… y alrededor de la caja. La CAJA. 

Salimos a jugar. Mi madre no llegaba todavía. Volvimos a casa. Fuimos a merendar y vimos la CAJA. Allí seguía. Ocultando algo. Cogí un cuchillo e hice un pequeño corte en uno de los laterales. No se veía nada. Me fui a buscar a algún hermano. A algún cómplice. Cogí el cuchillo otra vez y le metí un señor tajo cual Z del Zorro. Metí los dedos. Metí la mano. Agarré algo y lo saqué. Era chocolate. Una tableta de chocolate. Mi padre se ha vuelto loco con eso de las ofertas. Ha comprado cientos de tabletas de chocolate. Llegó a casa. Terminamos de abrir la caja y era una despensa móvil de todo tipo de productos de chocolate, yogures, flanes… ¡Acababan de llegar los Reyes Magos a casa! Cuatro hermanos, cada cual más goloso, con chocolate para dar y tomar. 

Hace unos ocho o nueve años volando de Madrid a Milán pasaba por el pasillo del avión y un buen hombre que estaba sentado en un asiento de pasillo me paró. Me preguntó por mi apellido. Que si era hijo de mi padre. Le dije que sí. Que como lo sabía. Algo le hizo pensar que sí. Me dijo que mi padre hizo algo muy bueno en su día por él. Escribió un artículo que le gustó. Y se lo quiso agradecer. Vaya si lo hizo. Fue él quién envíaba esa caja, la CAJA, a nuestra casa. Más de 20 años antes y todavía lo recordaba. Yo nunca pude ni podré olvidar aquél día en que mi casa se llenó de tabletas de todas las formas y colores. 

Me pidió la dirección y se la dí. Le advertí que no me mandase nada. Que aquello ya estaba resuelto. Me dijo que era para enviarme una carta. La carta llegó. Sí. Pero acompañada de 24 botellas de vino. Un vinazo. Mentir no mintió, pero uno no acostumbra a recibir ese tipo de cartas. ¿Por qué? Yo no escribí nada. Le pregunté. Me respondió. Sí, agradeciste mi gesto. Temí entrar en una espiral de regalos-agradecimientos-regalos… por lo que decidí intentar no volver a cruzarme con él. Era fácil. En treinta y tantos años de vida me lo crucé, hasta ese día, dos veces. Fue intentar no verle y apareció otras cuatro o cinco. En distintos lugares. Todas, todas, volví con las manos llenas. En todas ellas habló maravillas de aquel que escribió el artículo. En todas ellas me hablaba como si nos conociéramos de toda la vida. Me agradeció mi trabajo. Me deseaba lo mejor para mi familia. 

No sé si los jueces habrán tenido razón o no. No sé si lo que la prensa dice será cierto del todo o no. Solo pienso que la persona que hoy ha fallecido en un hospital de San Lúcar de Barrameda y que será enterrada en Rota, su lugar natal, fue una bellísima persona conmigo. Tanto él como los hijos, no todos, que tuve la oportunidad de conocer. Descanse en Paz don José María Ruíz-Mateos. Hoy ha muerto el remitente de aquella caja que un día hizo feliz a cuatro hermanos. Hoy ha muerto quien nos mandó la nevera de chocolate. 

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