Bachelet

Por motivos de trabajo tuve que pasar tres días en Ecuador. Me quedé en el Swissôtel Quito. El hotel estaba más o menos lleno. Sobre todo de cantantes. Cantantes absolutamente desconocidos por mí. Debía de haber algún concierto o algo en la ciudad ya que la recepción del hotel era un ir y venir de furgonetas con músicos de todo tipo. Guitarras, trompetas, baterías. Todas enfundadas en sus cajas negras, subían y bajaban a cualquier hora por los ascensores. 

El segundo día, salí a cenar y de vuelta al hotel vi que había muchas luces rojas y azules a la altura del hotel. Pensé que algo habría pasado. Al llegar a la entrada del hotel me di cuenta que ese algo no era grave sino importante. Policías, militares de todos los rangos, agentes de seguridad con pinganillo en la oreja. Alguien gordo estaba en el hotel. O eso pensé. Intenté entrar en el vestíbulo del hotel y un amable señor con un pin de la bandera chilena en la solapa de su chaqueta me dijo que esperase fuera. Por fin apareció. Michele Bachelet, presidenta de Chile se bajó de un Lexus blindado escoltada por un gran séquito de personas y personalidades. Entró. Desapareció. Y pude entrar. 

  
Hoy por la mañana salimos a la calle para coger un taxi e ir a la Fundación Guayasamín. En la puerta del hotel seguía aprcado el Lexus de Bachelet con sus dos banderas. Pasamos la mañana allí, disfrutando de la obra de Oswaldo Guaysamín. Sus cuadros de la Ira, sus retratos, sus esculturas. Una maravilla. Al volver al hotel el coche ya no estaba. Descansamos un rato y al salir para hacer unas compras, mientras esperábamos a que dejase de llover, otro señor con pin chileno en la solapa se acercó y comenzamos a hablar de España, Chile, de que si yo ya había coincidido en un hotel de Buenos Aires con la Presidenta Bachelet… «¿Quieres saludarla?» Imposible, no está. «Aguarda un minuto que está por llegar». Así hicimos. Esperamos. Me pidió un favor. «No me vayas a dejar mal. Me metes en un lío.» Tranquilo. Tranquilo. ¿Tranquilo? No sabía con quién estaba hablando. No me conocía. 

Llegó el Lexus precedido de varios todoterrenos. Se bajó del coche. El agente, mi agente, me hizo un gesto con la cara para acercarme a ella y así hice. El atasco de uniformes militares de todos los colores era descomunal. Levanté la mirada un segundo y pensé «la que estás liando», había, fácilmente, cuarenta personas esperando la entrada al hotel de la presidenta para poder pasar ellos. Yo era el motivo de espera. Me presenté, le dije que era de España. Me preguntó el porqué de mi estancia en Ecuador. Le conté que ya coincidimos hace un año o dos en Buenos Aires, y que por favor dejasemos de hacerlo pues empezaba a ser sospechoso. Se rió. Nos reímos. El séquito hizo lo propio. Nos despedimos. Y mi relación con Doña Michele acabó. He de decir que es bastante simpática y agradable. He de decir, también, que tampoco hice por que no lo fuera. 

El cielo dejó de soltar agua y caminamos hacia el Mercado Artesanal. Una de las personas que venía conmigo me dijo que hizo unas fotos del momento Bachelet. Las vimos, nos reímos. Las vuelvo a ver al llegar al hotel y me doy cuenta que «mi agente» sí que me debía de conocer un poco. No se fiaba ni un pelo. No hay más que ver el gesto de «ojo con lo que le dices a mi Jefa» que puso al verme hablando con ella. 

Una anécdota más. La última. ¿La última? No. No creo. 

   
    
    
 

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