Perder el miedo al Covid

«No hace falta conocer el peligro para tener miedo; de hecho, los peligros desconocidos son los que inspiran más temor». Alejandro Dumas.

Allá por el mes de enero comenzamos a oír hablar del coronavirus pero nada de sus consecuencias. Una gripe. Un catarro complicado. No se conocía la evolución de la enfermedad pero se sabía que andaba lejos. China. Son muchos. Ellos se lo guisan, ellos se lo comen. No… cruzó la frontera, la Gran Muralla y llegó hasta Italia. Ojo. Nuestros vecinos del sur de Europa empiezan a estar jodidos. Al nombre de coronavirus le pusieron el apellido de COVID. El, la, qué más da. Puñetero o puñetera, para el caso es lo mismo. No podíamos imaginar que semanas más tarde estaríamos ocupando las portadas de los periódicos con fotos de médicos enfundados en un traje blanco con máscaras y mascarillas. IFEMA, aplausos, caceroladas, encerrados en casa, música desde los balcones, policías de balcón, paseadores profesionales de perros, comida preparada a domicilio, calles vacías, supermercados dando bolsas por guantes, hospitales llenos, colegios vacíos… ¿Película de terror? No. Terrorífica realidad.

Decía Dumas que los peligros desconocidos son los que inspiran más temor, en la cita con la que encabezo este texto. Es así. Los ciudadanos desconocíamos el coronavirus y sus consecuencias por lo que nos daba pánico acercarnos a nadie. Salíamos al supermercado y evitábamos roces e incluso miradas con otros clientes. El momento de pasar por caja era una sensación de tener frente a ti al apestado más infectado de todo el planeta. Y te tenía que dar la vuelta en la mano. Corrías peligro de recibir una microsudoración extraña y posiblemente infectada en tu pulcra piel protegida por un par de guantes de latex y una bolsa de plástico haciendo las funciones de guante quirúrgico, todo ello previamente rociado con gel hidroalcóholico de extraña procedencia. Salías a pasear a tu perro y el muy terco tenía la extraña manía de acercarse a olerle el culo a otro congénere mientras tú solo veías a un dueño infestado hasta el tuétano. Tirabas de la correa con tal fuerza que tu mascota, rabo entre las piernas, lo único que quería era volver a casa, a su particular confinamiento. El momento de acudir a Urgencias con uno de tus hijos porque ha decidido coger una gastroenteritis en el momento menos oportuno de la Historia es de todo menos gratificante. La pobre criatura solo quería volver a casa, a acompañar a su perro en el confinamiento, pero tú, como padre responsable que eres, decides llevarle al epicentro de la noticia, al núcleo del volcán donde solo esperas ver camillas con gente moribunda y suelos repletos de gente rogando camas. No es así, te atiende una joven médico de guardia y te cuenta que ha habido padres que han llegado a acudir con un esguince en el tobillo de uno de sus hijos preguntando que si le podían hacer una prueba PCR para descartar que el esguince fuese debido al coronavirus. El miedo, definitivamente, nos vuelve idiotas.

Abrieron la puerta de toriles, perdón por el símil pero es que en mi casa salimos como Mihuras y los españoles estábamos deseosos de ensuciarnos con el albero que llevábamos meses sin ver, sin oler, sin sentir. Salimos al ruedo y las calles volvieron a ser lo que eran. Calles atestadas, plazas con sus niños corriendo y patinando, mercados con sus pescaderos y fruteros, peluquerías esperando cabezas a las que poner rulos y mechas, obras con sus vallas repletas de jubilados algo tristes por la ausencia de algún compañero mirón, playas con sus flacos y sus gordos haciéndose fotos de los pies con puesta de sol de fondo… Conocíamos algo mejor, o eso pensábamos, o eso nos hicieron creer, el coronavirus. Le perdimos el miedo. Le faltamos el respeto. Fuimos de vacaciones, algunos con ganas y otros de manera forzosa ya que en el trabajo nos dieron un puntapié en el orto, ojo, temporal, pero puntapié, de ahí que lo maquillasen con el nombre de ERTE. Orto, erte, qué más da. Decía que le perdimos el respeto al bicho. Nos hicieron ver que pudimos con él. Que nos confinamos de maravilla. Nos mandaron hasta diplomas. Medallas. Aplausos. Canciones. Somos los mejores. Entre todos, podemos. Y tanto que pudimos. Pasamos a ser los mejores del mundo. Un ejemplo. Compramos mascarillas inutilizables. ¿Y qué? Test caducados, no valían para nada. ¿Y qué? Pero fuimos unos cracks. De ahí que nos diesen libertad de movimiento y nos premiaron con unos días en la playa.

La líamos. Eso nos dice papá Estado. No fuimos tan buenos. Nos dieron la mano y quisimos el brazo. No. No. No. Vuelta a casa. Ciertas ciudades. No todas. Nos dividieron. Ciudadanos ejemplares. Ciudadanos malos. Sensación de repetidores de 2º BUP por tercer año consecutivo. Castigados al despacho del Director. Nos hicieron copiar 100 veces «No está bien tomarse un aperitivo con más de cinco amigos». Cien veces. Aún así no aprendemos. Ya no tenemos miedo. O sí. Ahora la fiera ya no se llama león. La fiera está escondida detrás de los leones. Se esconde en el hemiciclo. Los leones se han quedado de piedra, o de bronce. Mientras tanto, las fieras discuten. Se pelean. Se gritan. Se aplauden. Se suben el sueldo. Se organizan para plantear una Moción de Censura. Se critican. Se insultan. Se escapan en pleno Estado de Alarma a su casa de Bilbao. Se dedican a sus cosas. Tiene sentido. Tiene todo el sentido del mundo. Ese es su trabajo… pero no cuando los ciudadanos le han perdido el miedo al terrible y temido virus. Ocúpense de nosotros. Olvídense de Sus Señorí… de su egos. Hagan lo que nunca han hecho. Piensen en sus electores. Al fin y al cabo, quieran o no quieran, los que se mueren son sus pagadores.

Decía el novelista y poeta suizo Louis Dumur que «la política es el arte de servirse de los hombres haciéndoles creer que se les sirve a ellos» y no le faltaba razón.

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