Hace tiempo que no escribo y desde entonces ha habido grandes cambios en mi vida, tanto en lo personal como en lo profesional. Nacimientos, fallecimientos, enfermedades, tristezas, alegrías. Y un nuevo trabajo. Un trabajo que ha hecho que, después de muchísimos años, haya tenido que lidiar con el transporte público. Metro, tren, autobús… He probado de todo.
Plan A: Empecé con el metro. Transporte público por excelencia en grandes ciudades como Madrid. El metro de Madrid tiene muchas cosas buenas: la cantidad de trenes, la corta espera entre uno y el siguiente, la cantidad de estaciones… Tiene casi tantas cosas buenas como el número de pasajeros. Es impresionante cómo a ciertas horas del día hay más gente en el subsuelo que en la superficie. Me recuerda un poco a aquellos dibujos animados de unos seres horribles que vivían en los cimientos de una casa. Alguien recordará el nombre. Yo no. El armadillo, los escarabajos, las hormigas, las lombrices… viven bajo el suelo. Las ratas no pero ya les gustaría. Las ratas bajan, pasean, deambulan, hasta que encuentran una presa y se la zampan. Los seres humanos hacemos lo mismo: bajamos, paseamos, deambulamos hasta llegar al destino que nos ofrece una nómina para poder comprar esa presa y zamparla sobre un plato. La diferencia es mínima. Mientras las ratas rastrean por los laterales de las galerías del metro, nosotros, ese ser superior tan inteligente, utilizamos el mismo espacio para movernos de un sitio a otro. Mientras las ratas van en manada, nosotros hacemos lo mismo: cientos de viajeros por vagón, hacinados, embestidos por unos y estocados por otros, paraguas en mano. Es triste, pero es la realidad. Nos levantamos por la mañana, con la legaña queriendo despegarse del párpado y caminando cabizbajos a la entrada de ese maloliente subsuelo que esconde vidas, otras vidas, donde unos se convierten en zombis y otros, escondidos bajo una capa de litros de colonia va dejando un reguero de olor a perfumería que echa para atrás.
Plan B: Una vez probado el metro, descubrí el tren de cercanías. ¡Ja! ¡Cercanías! Pero si puedes cruzar la Comunidad de Madrid entera y adentrarte en otras provincias con el mismo tren. Dejando el nombre de lado, es un medio de transporte donde puede casi comer en el suelo de lo limpio que está. Pintado, grafiteado (si es que esa palabra existe) pero limpio. No sé si cumple el requisito de comer en el suelo, tal vez haya exagerado un poco, pero es innegable que da gusto sentarse dentro. Es una pena que, teniendo ventanas cada dos o tres filas, no las podamos abrir. Los hay de una o dos plantas. Los hay más o menos modernos. Las estaciones suelen contar con cafeterías que invitan a desayunar desprendiendo olor a cruasán recién horneado. Congelado o no, pero huele que alimenta. Subes, miras a un lado y a otro y te sientas. No como en el metro, que subes, pretendes mirar a un lado y a otro y solo ves nucas y más nucas. En el tren te puedes sentar. Puedes hasta elegir asiento. Sueltas el abrigo, el paraguas, la mochila o la cartera. Apoyas la cabeza en la ventana con el deseo de cerrar los ojos durante el tiempo que dure el trayecto y aparece un tipo en la siguiente estación tocando la guitarra creyendo ser Slash de Guns N Roses. No, no es Slash, ni Paco de Lucía, ni nadie que se le parezca. Es un tipo que tuvo la suerte de encontrar una guitarra y que nos deleita (atormenta, más bien) haciendo ruido con ese instrumento tan bien tocado por otros. No contento con eso, desde detrás de su más que utilizada mascarilla salen unos gallos inentendibles que quieren recordarte a un tema que escuchabas en un radiocasete en tu etapa adolescente. ¿Los Secretos? ¿Los Ronaldos? ¿The Police? ¡Coño, pero si está cantando un tema de Alejandro Sanz! Nada, no hay quien duerma. Entre parada y parada, la megafonía, en volumen para deficientes de oído, va anunciando las próximas estaciones y sus conexiones con interminable número de líneas y ramales. Cierras el ojo y la misma amable señora te lo repite en inglés. Entretanto empieza a sonar otra melodía, esta vez de Miguel Bosé. ¡Lo que faltaba! Todos nos metemos la mano en el bolsillo para ver si rebosando su gorra de monedas nos deja tranquilos. Él, animado por el éxito, quiere un bis. Nos bajamos todos en la próxima estación. Que le cante a la de la megafonía.
Plan C: Moto. Mi vieja Vespa ya no la quieren ver ni en pintura por Madrid centro. Parece ser que contamina mucho. Es verdad que se nota. Desde que no meto la Vespa en Madrid se respira de otra forma. Da gusto andar por las calles de Madrid. No ves vetustas motos como la mía y a uno le salen margaritas de las fosas nasales de lo limpio que está el aire. Una maravilla. Las flores crecen, los árboles no pueden con el peso de sus verdes hojas, las mariposas revolotean y los pajaritos cantan por cada rincón de la ciudad. Me he comprado una moto más moderna. Menos contaminante. Lo dice la pegatina que le he tenido que poner en su narizota. Hola, soy una moto moderna y no mancho el puro y pulcro aire de Madrid. Tardo bastante menos que en tren y muchísimo menos que en metro. No respiro colonia de pasajeros ultra generosos con sus lociones de euro y medio. No me clavan paraguas. No viajo con ratas. No me destrozan el oído con serenatas de tres al cuarto. No me informan cada 100 metros de donde estoy y por donde voy a pasar. No me tientan con cruasanes y demás bollería. Eso sí, paso un frío que no está escrito. Si algún día os cruzáis con lo que parece el muñeco de Michelín sobre una moto negra, no os asustéis, soy yo. A ver, que alguien me explique por qué hay coches con asientos y volantes calefactables y yo tengo que sentarme sobre un gélido asiento plastiquero. ¿Por qué no llevan todas las motos de serie unos manguitos calefactados? ¿Por qué a pesar de comprarme los mejores guantes del mercado sigo pasando frío? No pienso volver al subsuelo, no pienso volver a torturarme con los dorremís de aquél tipo y su guitarra. No pienso. Prefiero morir congelado a tener que sufrir todo aquello.
Plan D. Continuará.
Nota final: nótese el tono de humor. No quiero crear polémica ni herir sensibilidades. Muchos de mis numerosos lectores son usuarios del metro o del tren y no por ello son ratas, aunque circulen por donde las mismas.
Dedicado a IC, compañera de viajes en metro durante un largo espacio de tiempo de tres días.